Más allá de la caricatura: la autonomía del Banco Central al pizarrón

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Por Nicolás Bohme, Doctorando en economía Universidad de Massachusetts Amherst e investigador OPES

El esquema institucional e autonomía con metas de inflación que rige al Banco Central de Chile es una suerte de verdad revelada para muchos/as economistas y, más en general, para parte importante del espectro político. Solemos escuchar que cualquier revisión de este marco nos llevaría a repetir dolorosas historias de inflación desbocada y subdesarrollo. Tal caricatura (la más reciente, escrita por el antropólogo Pablo Ortúzar este martes) en nada contribuye a una discusión necesaria sobre el modelo de Banco Central que queremos.

Durante la segunda mitad del siglo pasado, la inflación fue un dolor de cabeza para muchos países del mundo, especialmente en América Latina y sobre todo en el Cono Sur. Chile no escapó de esa tendencia. Una de las causas de la inflación crónica fue un uso descontrolado del financiamiento monetario de los déficits fiscales, es decir, la impresión de billetes para financiar gasto. Como respuesta, se instaló un cierto consenso en la academia y los hacedores de política, muy bien resumida en un famoso paper de Barro y Gordon (1983): la única manera de evitar la monetización de los déficits fiscales sería implementar un objetivo único para la autoridad monetaria –control de precios- bajo un régimen de gobernanza particular –autonomía del Banco Central-.

La dictadura implementó en Chile dicho esquema, otorgando a la autonomía rango constitucional, mientras que los objetivos de control de precios y estabilidad del sistema financiero son parte de una Ley Orgánica Constitucional. Usualmente, se destaca el éxito del Banco Central, por lo que preservar su modelo de gobernanza y objetivos sería un intransable.

¿Ha sido tan exitosa la experiencia de nuestro Banco Central autónomo? Depende cómo se lo evalúe. El instituto emisor ha sido tremendamente efectivo en controlar la inflación: un logro importante que debemos preservar. Pero un análisis más integral  de su rol arroja un resultado mucho más claroscuro, ya que ha sido en parte responsable de la desaceleración de largo plazo en la capacidad de crecimiento de nuestra economía.

La crisis asiática de finales de los años 90 marcó el fin del “milagro” chileno, una década de acelerado crecimiento en torno al 7%. Durante la recesión y en la lenta recuperación que siguió, la política monetaria fue excesivamente contractiva, cuidando con celo el control de la inflación en desmedro de apoyar la actividad con un estímulo monetario que impulsara la inversión y el empleo. Tanto fue así, que el economista conservador norteamericano Rudi Dornbusch la bautizó como “crisis Massad”, en alusión el Presidente del Banco Central en ese entonces, Carlos Massad. Tras la crisis, la economía chilena nunca recuperó su dinamismo previo.

Posteriormente, durante el súper ciclo de las materias primas entre 2004 y 2013 el Banco Central fue igualmente ineficiente para administrar la bonanza. El país disfrutó de un ingreso de dólares extraordinario proveniente del cobre. La pasividad del instituto emisor en la intervención del mercado cambiario permitió que el tipo de cambio real se apreciara (el dólar bajara de precio) en más de un 20% en un corto período de tiempo, entre 2003 y 2005, y luego entre 2008 y 2013. Ello perjudicó enormemente al sector exportador no tradicional. Así, las divisas que pudieron utilizarse en inversiones que mejoraran de manera permanente las capacidades de nuestra estructura productiva, terminaron generando una profundización de nuestra dependencia en los recursos naturales.

Cabe preguntarse, entonces ¿es posible preservar las virtudes de nuestro Banco Central relativas al control de la inflación mientras cuidamos de mejor manera otros aspectos como la mantención del pleno empleo, el crecimiento económico, y la diversificación de nuestra estructura exportadora?

Yo creo que sí. Para lograrlo, necesitamos una profunda revisión del rol del Banco Central, sus objetivos y gobernanza, en el contexto de los desafíos que enfrenta nuestra economía. Chile se encuentra hace unos 20 años en una situación de trampa del ingreso medio, sin poder cerrar brechas con el mundo desarrollado. Nuestro patrón de inserción internacional periférico, que explota las ventajas comparativas que nos da nuestra dotación de recursos naturales, se agotó como fuente de dinamismo. Requerimos construir una base industrial intensiva en tecnología, inclusiva, y capaz de competir al nivel de precios internacionales. Avanzar hacia un nuevo modelo de desarrollo. Para ello, es indispensable el compromiso de las tres herramientas de política económica con la que cuenta el Estado: políticas de desarrollo productivo, política fiscal, y política monetaria.

En este marco, tenemos que pensar cómo construir un Banco Central a tono con los retos de nuestra economía. En primer lugar, se hace necesario ampliar sus objetivos. Por una parte, metas de estabilización del ciclo como la búsqueda del pleno empleo. Por otro, objetivos de mediano y largo plazo como la estabilidad del tipo de cambio, tan necesaria para el desarrollo del sector exportador intensivo en tecnología. Estos elementos deberían sumarse y no reemplazar los existentes de control de precios y estabilidad financiera. Parte de la tarea de quienes dirijan este organismo será encontrar el mix de instrumentos y políticas que permita armonizar dichos objetivos. Por supuesto, por momentos se enfrentarán trade-offs, como en cualquier decisión de política económica.

En segundo lugar,, hay que revisar la gobernanza del Banco Central. La política monetaria es una de las herramientas de la política económica, junto con la política fiscal y las políticas de desarrollo productivo. Desde el punto de vista de la implementación de un nuevo modelo de desarrollo, un manejo económico coherente requiere de altos niveles de coordinación entre dichas políticas. Mientras mayor sea la autonomía, es más probable que en determinados momentos la política monetaria entre en conflicto con políticas impulsadas por el poder ejecutivo. Ello ocurrió, por ejemplo, durante el año 2015, cuando el Ministerio de Hacienda ejecutaba un presupuesto reactivador mientras el Banco Central tomaba medidas contractivas.   

Debemos encontrar un equilibrio entre coordinación y los necesarios grados de autonomía que requiere el instituto emisor para enfocarse creíblemente en objetivos de largo plazo. Por ejemplo, el poder ejecutivo podría tener potestades sobre orientaciones estratégicas de la política monetaria, mientras que el Consejo preservar su autoridad sobre la ejecución de la misma y la definición de los instrumentos que utilizará. Asimismo, el Gobierno podría tener la facultad de nombrar algunos miembros del Consejo del Banco Central. Además, sería deseable que se establecieran instancias formales de coordinación de la política económica en que se establezcan metas conjuntas y un mecanismo de seguimiento de las mismas.

El esquema de autonomía con metas de inflación requiere una revisión a fondo. La primera tarea es derribar la caricatura de que cualquier innovación institucional nos conducirá a la hiper inflación y el caos. A partir de ahí, proponer una alternativa coherente, que permita combinar objetivos de control de precios con estabilización del ciclo económico y transformación productiva: un Banco Central para un nuevo modelo de desarrollo.